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sábado, 13 de diciembre de 2014

otra iglesia es imposible: Robert Louis Stevenson / Sermón de Navidad

otra iglesia es imposible: Robert Louis Stevenson / Sermón de Navidad



jueves, diciembre 29, 2011


Robert Louis Stevenson / Sermón de Navidad



Sermón de Navidad 


II

Pero la Navidad no es sólo el hito que marca el final de un año y que nos mueve a recapacitar sobre nosotros mismos; también es una época que, en todos sus aspectos, tanto domésticos como religiosos, nos sugiere ideas alegres. Un hombre insatisfecho con su comportamiento es un hombre propenso a la tristeza. Y, en medio del invierno, cuando su vida pasa por los peores momentos y las sillas vacías le traen el recuerdo de los seres que ama, no estaría de más que se le forzara a adoptar la costumbre de sonreír. Las nobles decepciones, las nobles abnegaciones, no deben ser admiradas, ni aun siquiera disculpadas, si proporcionan amargura. Una cosa es entrar lisiado al reino de los cielos; otra, mutilarse uno mismo y quedarse sin entrar. Y el reino de los cielos es el de las gentes pueriles, el de quienes están dispuestos a agradar, el de quienes saben amar y procurar satisfacción a los demás. Hay hombres poderosos por su influencia, luchadores, constructores y jueces, que, pese a haber vivido mucho y trabajado de firme, han sabido conservar esa admirable cualidad; si nosotros la hubiéramos perdido por culpa de nuestros intereses rastreros y nuestras mezquinas ambiciones, nos sentiríamos perpetuamente avergonzados. La cordialidad y la alegría deben preceder a cualquier norma ética: son obligaciones incondicionales. Y es lamentable que hombres honrados carezcan de una y de otra. Fue precisamente con un hombre de rígida moralidad, el fariseo del Evangelio, con quien Cristo no quiso ser emparejado. Si tus ideas morales te hacen ser adusto, ten por seguro que son erróneas. No digo: "Renuncia a ellas", porque pueden ser todo lo que tengas; pero ocúltalas como si fueran un vicio, no sea que dañen las vidas de gentes mejores y más sencillas.

Una extraña tentación acosa al hombre: estar pendiente de los placeres, aun cuando no los comparta: asestar contra ellos todas sus ideas morales. Este mismo año, una dama (¡singular iconoclasta!) predicaba una cruzada contra las muñecas; y los pintorescos sermones contra la lujuria son muy característicos de esta época. Me atrevo a llamar insinceros a tales moralistas. En lo tocante a cualquier exceso o perversión de un apetito natural, su lira resuena por sí misma con ufanas denuncias; pero respecto a todas las manifestaciones verdaderamente diabólicas -la envidia, la malignidad, la sórdida mentira, el silencio mezquino, la verdad injuriosa, la murmuración, la despreciable tiranía, el insidioso emponzoñamiento de la vida familiar-, sus normas de actuación son absolutamente distintas. Tales manifestaciones son censurables, admitirán, pero no totalmente censurables; no habrá ardor en sus ataques, ni caldeará sus sermones una recóndita complacencia; será para las cosas no censurables en sí mismas, para las que reserven lo más selecto de su indignación. Un hombre puede naturalmente rechazar cualquier parentesco moral con el reverendo Monsieur Zola o con la vieja arpía de las muñecas, pues ambos son casos toscos y patentes. Y, sin embargo, en cada uno de nosotros late un elemento análogo. La visión de un placer que no podemos compartir o, más aún, que nunca compartiremos, nos produce un desasosiego especial. Esto puede suceder porque somos envidiosos, o porque estamos tristes, o porque -siendo tan refinados- nos disgustan el alboroto y el retozo; o porque -siendo tan filosóficos- tenemos un sentimiento desmesurado de la gravedad de la vida: al fin y al cabo, a medida que envejecemos, todos caemos en la tentación de censurar los placeres de nuestros prójimos. Las gentes, hoy en día, se sienten inclinadas a vencer las tentaciones; ésta es precisamente una tentación que debe ser vencida. Se sienten inclinadas a la abnegación; he aquí una inclinación que nunca será demasiado perentoriamente rechazada. Está muy difundida entre las gentes honestas la idea de que deberían mejorar la conducta de sus semejantes. Sólo estoy obligado a mejorar la conducta de una persona: yo mismo. Sin embargo, expresaría mucho más claramente mis obligaciones para con mi prójimo diciendo que tengo que hacerlo feliz -si puedo-.

Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850-Samoa, 1894), Oraciones de Valima y Sermón de Navidad, traducción de Santiago Santerbás, Hiperión, Madrid, 1986

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